Rilke dijo que la verdadera patria del hombre es la infancia ¿Dónde está el camino que conduce al país de mi infancia? a ese lado luminoso de la vida. Cuando llega el verano no puedo dejar de evocar con nostalgia aquellos veranos de mi niñez en el sur, tan brillantes, tan azules, tan largos y tan cortos... pura alegría.
Doy gracias a la vida que me ha dado tanto, me ha regalado esa niñez soleada y feliz que ha marcado mi camino, doy gracias por pertenecer a esa familia que se tomó al pie de la letra el precepto bíblico de creced y multiplicaos como las estrellas del cielo y las arenas del mar. Sí, se multiplicaron y crecí rodeada de abuelos, tíos, primos hermanos, primos segundos, terceros y hasta cuartos, una numerosa y alegre charanga familiar con algún escondido gen gitano que nos conducía cada verano camino del sur. Cual caravana de zíngaros en ruta nómada poníamos rumbo al mar, perros incluidos, porque también he tenido la suerte de compartir mi niñez con Linda -éramos muy imaginativos a la hora de bautizar a nuestros perros- un pastor alemán y Dova, un gran danés que parecía un caballo y nos hacía rodar por el suelo cada vez que nos saludaba efusivamente.
Así que cada año a mediados de julio emprendíamos el éxodo en tres coches cargados hasta los topes de niños y maletas. Yo siempre hacía el ultimo tramo del viaje en el coche de mi tío, porque esperábamos ansiosos su grito de guerra anual, antes de que apareciera el mar azul a lo lejos nos decía ¡una peseta para el primero que vea el mar! naturalmente todos ganábamos la peseta porque alargábamos el cuello como un avestruz y gritábamos jubilosamente al unísono ¡el mar, el mar!..... y allí estaba el mismo mar de todos los veranos, la misma casa, los mismos vecinos, y allí se instalaba nuestra tribu para pasar el verano asilvestrados.
Asilvestrados es la palabra, pasábamos el verano uniformados con chanclas de goma y bañador. Cada mañana nos mandaban sin contemplaciones a lo que pomposamente denominaban " el jardín trasero", una especie de terregal del común con dos árboles escuálidos y unas cuantas adelfas venenosas. Por el jardín -terregal- trasero vagábamos a nuestro amor hasta la hora de la playa, en ese Mediterráneo aprendí a nadar con el reconocido método de una mano en la barriga, así es, mi padre me ponía una mano en la barriga y me ordenaba ¡a nadar! yo pateaba frenéticamente, y cuando más concentrada estaba en el pataleo mi padre retiraba la mano....y yo me hundía indefectiblemente y así un día y otro hasta que ¡milagro! empecé a flotar.
Y escondido tras las cañas duerme mi primer amor, el de Serrat no sé como sería, pero el mío fue un vecino con cara de ratón.
Nuestra infancia marcará nuestra vida, la felicidad tendría que estar asegurada y ser obligatoria por decreto.