La herencia de los Borbones
26.07.2020.-
Durante siglos los Reyes encargaron, pagaron, conservaron y protegieron del expolio un inmenso patrimonio histórico y artístico que después cedieron al Estado, es decir al pueblo.Si España no hubiera sido una Monarquía, hoy no contaría con el inmenso patrimonio histórico y artístico que, desde hace siglos, atrae a viajeros y turistas de todo el planeta. Existirían las mismas ruinas árabes y romanas, las catedrales e iglesias con sus tesoros, y algunos museos, pero el Prado no sería ni de lejos la mejor pinacoteca del mundo. Tampoco existirían el Monasterio de El Escorial ni el Palacio Real, ni el de Aranjuez por poner unos ejemplos. Y España no contaría con la fabulosa colección de monumentos, museos, obras de arte y jardines que, a lo largo de los siglos, unos Reyes coleccionistas y mecenas encargaron, pagaron, conservaron y protegieron y que, en distintos momentos de la historia, los Borbones fueron cediendo al Estado, es decir, al pueblo.
A pesar de los expolios -especialmente durante la invasión francesa, la desamortización y los procesos revolucionarios-, la Corona consiguió proteger gran parte de este fabuloso tesoro que contribuye a que España sea uno de los países con mayor patrimonio histórico y artístico.
Un fabuloso tesoro
Además de la fabulosa colección inicial del Museo del Prado, cuyo valor es imposible de cuantificar, los Reyes donaron los numerosos palacios reales y conventos fundados por la Corona en distintas localidades españolas, nutrieron con sus fondos el Museo Arqueológico Nacional, el Museo de Ciencias Naturales, la Biblioteca Nacional o la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, y crearon jardines, como el parque de El Retiro, que ya Carlos III abrió al público mucho antes de que, en la revolución de 1868, se cediera su titularidad al Ayuntamiento de Madrid.
Algunas de las cesiones se produjeron en complejos momentos históricos, como los ocurridos en el siglo XIX, tras la abolición del Antiguo Régimen, cuando se desligaron por primera vez los bienes privados del Rey, los bienes destinados al uso de la Corona y el patrimonio del Estado, que estaba surgiendo en aquel momento.
La voracidad del Estado
En esos tiempos, la Corona consiguió proteger gran parte del valioso patrimonio histórico y artístico español frente a un Estado que despreciaba el arte y que, con la desamortización, convirtió en ruinas 2.800 de los 3.000 conventos que había en 1836. Los Monasterios de El Escorial y de Yuste también fueron desamortizados, y la última morada del Emperador Carlos I acabó siendo subastada y expoliada.
Todo ello en un ambiente de gran inseguridad jurídica, marcado por las ideas políticas de una época muy convulsa y por la voracidad de una Hacienda pública que se desangraba por la pérdida de las colonias y las guerras carlistas.
Hipotecar el Prado
La Corona consiguió salvar al Museo del Prado de un Estado que intentó hipotecar sus obras de arte en el extranjero para conseguir un crédito, según denunció uno de los primeros directores de la pinacoteca, Mariano de Madrazo: «Las naciones, lo que suelen hacer es destruir y vender lo más precioso que las honra, y si no, traslado a la intentona de Mendizabal, cuando quería hipotecar al extranjero los cuadros del Museo Real por 200 millones (de reales), que si no hubieran estado en el Real Museo y pertenecido al Real Patrimonio, ya habrían salido de España». También, en cada proceso revolucionario, la Corona perdió bienes que nunca recuperó ni reclamó.
Hubo gestos de enorme generosidad por parte de los Reyes, que llegaron a pagar inmensas cantidades de su bolsillo para comprar obras de arte y construir palacios y jardines, que después donaron, y entre todos ellos, destaca el de Isabel II. La Reina regaló el Museo del Prado al pueblo, después de comprar con su fortuna personal a su madre y a su hermana los lotes de cuadros y obras de arte que les habían correspondido por herencia.
Fernando VII convirtió en un museo de pinturas el Real Gabinete de Ciencias Naturales creado por su abuelo, Carlos III, en el paseo del Prado. Y trasladó a ese edificio desde sus palacios la fabulosa colección de más de tres mil cuadros heredados de sus antepasados, más los que él compró, para que pudieran ser contemplados por el público. Tenía tesoros tan valiosos como «Las Meninas» de Velázquez, «La familia de Carlos IV» de Goya, «Las tres gracias» de Rubens o «El caballero de la mano en el pecho» de El Greco. Todos los gastos -la reforma del inmueble, el mantenimiento y el traslado de los cuadros- corrieron a cargo del bolsillo particular del Rey.
Sin embargo, cuando Fernando VII murió, en 1833, se planteó un serio problema de testamentaría. El Monarca había dejado un quinto de su herencia a su esposa, la Reina María Cristina, y el resto, a partes iguales, a sus dos hijas, Isabel y Luisa Fernanda. En aquel momento se consideró que los bienes inmuebles eran de la Corona, por lo que quedaban excluidos del testamento, pero los bienes muebles -incluidos los cuadros- formaban parte del patrimonio personal del Rey. Si cada una de las tres herederas de Fernando VII se hubiera llevado su parte, la fabulosa colección de pintura que habían reunido los Reyes de España, desde tiempos de Isabel La Católica, habría acabado dividida en tres.
La tasación de la herencia, que empezó en 1833 y terminó en 1845, se demoró mucho porque existían dudas sobre si el Museo del Prado debía estar incluido o no en la testamentaría y porque se buscaba una fórmula para salvar la integridad de la pinacoteca.
La generosidad de la Reina
La solución la propuso el duque de Híjar, director del Real Museo, quien planteó que Isabel II comprara con su dinero las partes de su madre y de su hermana. La colección de pinturas y obras de arte fue tasada en 152 millones de reales, e Isabel tuvo que afrontar este elevado gasto, con lo que salió muy perjudicada en el reparto.
La Reina dio una nueva muestra de generosidad en 1865. Con el fin de garantizar la integridad del Museo del Prado y evitar futuras particiones, Isabel II aceptó la fórmula propuesta en la Ley de Patrimonio de la Corona, que desligó el patrimonio personal de los Reyes de los bienes afectos a la Corona. Estos últimos pasarían de un Monarca a otro sin que ninguno de ellos los pudiera vender. Entre ellos, se citaba el Museo del Prado, la Alhambra de Granada, el Real Alcázar de Sevilla, el Palacio del Buen Retiro o los Jardines del Real de Valencia.
Aquella separación fue la base del actual Patrimonio Nacional, aunque siguió despojándose a la Corona de muchos de sus bienes, que pasaron al Estado. Por ejemplo, el Casino de la Reina se convirtió en sede del Museo Arqueológico Nacional y el Real Alcázar de Toledo pasó al Ministerio del Ejército.
Vender el patrimonio
Además, como el Estado precisaba recursos con urgencia, se decidió poner en venta parte del patrimonio de la Corona, de manera que Hacienda recibiera el 75 por ciento de los ingresos y la Reina, el 25 por ciento. Esta decisión suscitó las críticas de los republicanos, especialmente de Emilio Castelar, cuyo artículo «El rasgo», publicado en el diario «La democracia», desencadenó las protestas de los universitarios, que fueron reprimidas en la llamada «Noche de San Daniel», en la que murieron 14 personas y otras 192 resultaron heridas.
Cuando estalló la Revolución de 1868 y la Reina partió al exilio, el Gobierno provisional incautó inmediatamente los bienes que habían pertenecido a la Corona y continuó su desmembramiento. La idea era traspasar todos al Estado y venderlos, excepto los que se reservaron para el uso del nuevo Rey (Amadeo de Saboya). En aquel momento, prácticamente a diario se sacaban a subasta bienes de la Corona.
La Alhambra
El Museo del Prado, a pesar de que Isabel II había pagado con su fortuna personal más de la mitad de los cuadros, fue nacionalizado sin compensar a su anterior propietaria; el Sitio del Buen Retiro, que llevaba abierto al público desde 1767 por orden de Carlos III, se cedió al Ayuntamiento de Madrid; el Real Sitio de la Florida, al Ministerio de Fomento; los Palacios Reales de Barcelona y Valladolid, al Ministerio de Justicia; los Jardines del Real de Valencia, a la Diputación, y la Alhambra de Granada se convirtió en monumento nacional, contra el criterio del propio alcalde.
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