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HISTORIA

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Brotes:
El cronistas Bartolomé de Las Casas describió como Alonso de Hojeda apresó más tarde a varios indios y ordenó que a uno de ellos le cortaran las orejas ante la sospecha de que había robado ropa, una pena habitual para este delito en el Viejo Continente. Lejos de frenar a sus hombres, Colón ordenó que ejecutaran a otros tres indios, en lo que fue el inicio de una oleada de actos vengativos.
Las Casas criticó la crueldad de Colón con los indios y recordó en sus crónicas que contradecía el espíritu «de benevolencia, dulzura y paz cristiana» reclamado por los Reyes Católicos. Los Monarcas exigían que se tratara bien a los indios, que se enviaran mensajes a los caciques para reunirse con ellos y que se les llevaran regalos a esos encuentros. No fueron el único tipo de críticas que recibió el explorador, que pronto demostró ser un mal administrador y un líder autoritario. El aragonés Mosén Margarit, amigo personal del Rey Fernando, decidió marcharse, sin pedir permiso a nadie, a España con tres barcos para informar en la corte de lo ocurrido.

El colmo de los desafíos a la Corona fue la captura de 1.600 nativos, que, sin capacidad de embarcarlos a todos, obligó a Colón a liberar a 400 de ellos. Las indígenas «para poder escapar mejor de nosotros, como tenían miedo de que volviéramos a apresarlas de nuevo, dejaron a sus hijos en el suelo y huyeron como desesperados» a las montañas, relató Miguel de Cuneo.

En España, la Reina Isabel se puso furiosa por la captura del millar de esclavos y ordenó al marino que devolviera como fuera a aquellos hombres y mujeres al Nuevo Mundo, lo que para muchos de ellos fue demasiado tarde, debido al frío ibérico y la exposición a enfermedades desconocidas.

Entre los indios que pudieron volver a casa, se contó un joven que trabó amistad con Bartolomé de Las Casas, cuyos familiares habían viajado en este segundo viaje a América. Aquel encuentro prendió la chispa a la lucha que de Las Casas acometió a lo largo de su vida en defensa de los derechos de los indígenas. De sus textos, poco precisos en sus cifras, se valieron los enemigos del Imperio español para tejer la llamada Leyenda Negra.

La caída en desgracia del descubridor
Las relaciones entre Colón y la Reina empeoraron a raíz de esta ofensa, así como la percepción de las dotes de Cristóbal Colón como administrador. Los hijos del italiano fueron insultados en las calles de Granada por las familias de los que habían perdido la vida en América: «¡Ahí van los hijos del almirante de los mosquitos, el que ha descubierto las tierras de la vanidad y la ilusión, la tumba y la ruina de los caballeros castellanos!». Aún así, Isabel accedió finalmente a una tercera expedición tras dos años de súplicas.
El 30 de mayo de 1498, Colón partió al frente de una flota de seis barcos y la instrucción clara como el agua de que tratara a los indios con calma y dignidad y los condujera con «paz y tranquilidad» a la fe católica. Una vez en América, la situación que encontró en Santo Domingo era de alboroto, sedición y con centenares de personas enfermas de sífilis.

A pesar de todo, Colón pasó de largo y se fue a buscar oro en nuevas tierras, lo que en España levantó más indignación e insultos contra el navegante. Son «personas injustas, enemigos crueles y causantes de derramamiento de sangre española», personas que «disfrutaban» matando a quienes se oponían a ellos, en palabras de Pedro Mártir. Paranóico y cada vez más religioso, Colón empezó a ver enemigos en todas partes y se veía a sí mismo como una víctima de los designios de los poderosos de Castilla. Le habían exprimido y luego tirado como si fuera una naranja.
En la primavera de 1499, Isabel, al fin, tomó cartas en el asunto y envió a Francisco de Bobadilla a que investigara sobre el terreno lo que estaba ocurriendo. Tenía licencia real para arrestar a los rebeldes y asumir el poder en los fuertes de Colón. En La Española, se topó con siete españoles ahorcados y otros cinco a la espera de ser ejecutados al día siguiente por oponerse al navegante y sus incondicionales. Bobadilla descubrió pronto que Colón había ordenado que le cortaran la lengua a una mujer por el simple hecho de hablar mal de él y sus hermanos, así como cortar el cuello a un hombre por conducta homosexual.

El enviado de los Reyes Católicos asumió el control de la ciudad y se instaló en la casa del italiano ante aquella anarquía. A su regreso a La Española, Colón fue esposado y enviado a Europa con los grilletes. Permaneció seis semanas en prisión hasta que se le concedió audiencia con su querida Isabel. Todavía tuvieron que pasar más semanas, de hecho varios años, hasta que se permitió a Colón un cuarto viaje a América, bajo muchas condiciones, de las que incumplió varias.

Paradójicamente, aquel fue el más rentable de todos y en la que encontró una pista de oro en cantidades importantes. El navegante oyó en Panamá de grandes cantidades de este metal enterradas y también de otro océano, el Pacífico, a unos ochenta kilómetros de allí. Claro que fue otro ilustre explorador, Vasco Núñez de Balboa, al que se le reservó la hazaña de ser el primer europeo en contemplar años después el Pacífico, llamado durante un siglo el Lago español por el control con que este país lo dominó.
Con la caída en desgracia de Colón, la empresa americana entró en una nueva fase más ambiciosa. La Reina castellana tenía claro que quería llevar al Nuevo Mundo la educación castellana, la atención sanitaria, los sistemas políticos y los valores espirituales cristianos a millones de personas, aparte de que, por mucho aprecio que tuviera a Colón, no quería permitir que toda la conquista y evangelización se produjera a través de un solo hombre. Isabel abrió el abanico a otras expediciones a cargo de Alonso de Hojeda, Juan de la Cosa, Vicente Yáñez Pinzón, Diego de Lepe, Pedro Alonso Niño...

La directriz de tratar bien a los indios y cooperar con ellos pervivió a la muerte de la Reina, aunque no faltaron conquistadores que hicieron oídos sordos y cometieron numerosos abusos, castigados por la Corona siempre que fue posible. La presencia de los representantes reales en un territorio tan extenso fue siempre escasa y condicionada por el poder de los grandes terratenientes.
En los días que precedieron a su muerte, el 26 de noviembre de 1504, una de las pocas preocupaciones que Isabel la Católica plasmó en su testamento estuvo puesta en los «inocentes» del Nuevo Mundo y de las Islas Canarias. La Monarca comprendía que la esclavitud estaba justificada para los «infieles» y los enemigos vencidos, no para los habitantes de la tierra descubierta por Cristóbal Colón. En su lecho escribió: «No consientan ni den lugar que los indios reciban agravio alguno en sus personas y sus bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados».
César Cervera

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Siempre tuvimos HÉROES25.03.2020.-

España está enferma. No es un tópico noventayochista. Desgraciadamente es literal. Y cientos de vidas están muriendo en una lucha contra un maldito virus. Confinándonos en nuestras casas a la mayoría, mientras que en el día a día, otros siguen en sus puestos de manera profesional arriesgándose a convertirse en estadística de esta pandemia del Siglo XXI que se ha llevado de un plumazo el tópico de estar viviendo los felices veinte. Tampoco los del siglo pasado fueron tales. Pero ya nadie olvidará este 2020.

Por eso hoy quiero recordar, como Espía Mayor, lo que se me quedara en el tintero cuando escribí un libro llamado Siempre tuvimos héroes. Ya ya. Imagino que estarán algunos pensando, joer con el plumilla, que nos quiere meter de matute publi de su libro. ¡No osara yo tal, por vida de…! Bueno, algo sí. Pero también por una razón. La de que puedan estar orgullosos de nuestra Historia. De tanto bueno que hicimos y todo lo que aportamos al humanitarismo nada menos. Pues esa fue y no otra, la razón por la que lo escribí. Que si andan ustedes creyendo que con los maravedises que da el escribir me estoy haciendo un Creso, ya les digo que craso error. Y me permitan el fácil y pedante juego de palabras.

Cuando leí con grata sorpresa que el Ministerio de Defensa nominaba a su operativo en el apoyo contra el coronavirus como Operación Balmis, no pude menos que recordar ese capítulo dedicado a quien llevara por todo el mundo, y es literal, la vacuna contra la viruela. El alicantino Javier de Balmis, junto con el catalán José Salvany y la gallega Isabel Cendal, la primera enfermera considerada como tal, de la Historia. ¿Cómo no sentirme muy orgulloso de nuestro pasado? Porque no lean de manera literal al coñón de don Miguel de Unamuno cuando dijo eso de «¡que inventen ellos!». O mejor, lean entera la cita y su contexto. Pero sobre todo, sepan que no es verdad.

Pues entre descubridores, precursores e inventores, tenemos sólo en ciencia, para sentirnos toda una potencia. ¿Ciencia en España? A usté se le ha ido la pinza rosalegendaria, señor Espía. Sepa que no, amable y desconfiado lector. Ciencia. En España. Y mucha. Pero como siempre, se nos ha olvidado.

Se nos ha olvidado que fue en 1582 cuando Felipe II instituye en Madrid la Academia de Matemáticas, con un tal Juan de Herrera como director, con ingenieros civiles y militares, arquitectos y cosmógrafos trabajando juntos, antecedente directo de la Academia de Ciencias, Exactas, Físicas y Naturales. Que fue en tiempos de este denostado Filipo cuando se llevaría a cabo en 1571 la primera expedición científica de la Historia Moderna en los territorios americanos. De la misma, saldría una descomunal obra de 38 tomos, base de muchos aspectos de la medicina y la farmacopea moderna. ¡Ahí es nada!

Por cierto, un reconocido y venerado científico italiano dijo no estar de acuerdo con su contenido porque no podía creer que tales descubrimientos pudieran ser reales. Lo eran. Y eso que el científico negacionista se llamaba… Galileo Galilei.

Pero es que en 1618, un madrileño de Fuentes de Olmeda llamado Pedro Páez de Jaramillo, descubre las fuentes del Nilo (aunque fuera un escocés quien quisera reivindicar tal hecho, y eso que llegó en 1768). Pero lo importante fue su obra Historia de Etiopía que, citando al escritor Javier Reverte: «Los ingleses la valoran como un antecedente de Darwin porque es un libro de alto contenido científico». Y eso que Sir Charles ya fue a su periplo conociendo, además, la obra del militar y científico oscense Félix de Azara, cuya obra era de cabecera del inglés, entre otras cosas porque la escribiría un siglo antes, anticipándose en sus estudios a lo que luego Darwin desarrollaría.

No quiero ser moroso refiriéndome a quienes merecen libros propios. Pero al menos queden citados, como la Expedición Malaspina –  Bustamante, mandada por el tercero Carolo en 1789, navegando por todo el mundo, llevando naturalistas, botánicos, astrónomos, hidrógrafos, y dibujantes que plasmaran todo aquello. O al médico tarraconense Jaume Ferran i Clua, un precursor a finales del XIX de una serie de vacunas, entre ellas las que permitirían luchar contra el cólera, el tifus y la tuberculosis. La labor de nuestro Premio Nobel, Ramón y Cajal, que hizo la neurociencia posible hasta nuestros días, estando al mismo nivel que Einstein para la física. Y hasta, para que vean lo que son las cosas, ¡cómo no citar al logroñés Manuel Jalón! El inventor de la fregona, esa de la que tanto nos enorgullecemos pacatamente, y no de otro de sus inventos que revolucionó la sanidad en todo el mundo: ¡las jeringuillas y agujas desechables!

En suma, lugares como la Biblioteca Sanlorentina nos recuerdan que dentro guarda España, como dicen que quedara dentro de la Caja de Pandora, la esperanza. O más bien, el ejemplo de que si fuimos algo muy grande, ese reflejo está aquí. Entre nosotros. Hoy mismo. Ahora y en el presente. Y en ese aplauso que se da cada día a las ocho de la noche, a quienes están en primera línea defendiéndonos. Con batas o uniformes verdes. Civiles y militares. Pero también los que desde retaguardia siguen en sus puestos  alimentándonos, trabajando, y no permitiendo que nos vayamos al garete como sociedad. Como nación. Pese a los traidores, irresponsables y cobardes que siempre y en cada momento de la Historia nos vamos a encontrar. No les demos una línea más de mención. Se irán por el retrete como las toneladas de papel higiénico que hemos acaparado.

Pero no olvidemos nunca, pero nunca, que siempre tuvimos héroes. Y hoy siguen entre nosotros.
Javier Santamarta del Pozo @JaviSantamarta

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Las razones por las que EE.UU. borró de su historia la contribución decisiva de España a su independencia27.12.2020.-

Carlos III y sus ministros sabían, y no se equivocaban, que insuflar vida a una república de esa entidad y con ADN anglosajón era una mala inversión de cara al futuro para el imperio americano.

El mito fundacional de EE.UU, que conmemora cada 4 de julio su independencia, reserva un papel protagonista a la ayuda militar que recibieron los rebeldes de Francia e incluso de países con un papel menor como Holanda. Se omite o minimiza, casi siempre, el papel de España, concretamente la campaña de Bernardo de Gálvez en la Florida, para que las Trece Colonias lograran su anhelado deseo. La Leyenda Negra, la preeminencia anglosajona en EE.UU. y la propaganda antiespañola en la Guerra de Cuba tienen buena parte de culpa de este descuido historiográfico, pero, sobre todo, está relacionado con la prudencia (por usar un eufemismo) mostrada por España al reconocer la nueva nación que surgió de la Guerra de Independencia.

Carlos III y sus ministros sabían, y no se equivocaban, que insuflar vida a una república de esa entidad y con ADN anglosajón era una mala inversión de cara al futuro. Especialmente cuando aquella entidad política iba a compartir cientos de kilómetros de frontera con Nueva España. Claro que, entre la prudencia y la tentación de descabezar al Imperio británico, al final el Rey se decantó por lo segundo. Tras el fracaso de la alianza franco-española en la Guerra de los Siete años, el nuevo hombre fuerte de la diplomacia hispánica, el Conde de Floridablanca, abogó por una estratégia más pacifista, una mayor independencia respecto a Francia e incluso un acercamiento a Inglaterra. Solo los nuevos acontecimiento internacionales provocaron un volantazo en la política española.

Un país explotado por la metrópolis
En 1776, las Trece Colonias cruzaron la última línea en su desafío a Inglaterra, que resultaban un obstáculo visible a nivel económico y demográfico para unas colonias cada vez más pujantes gracias a sus plantaciones de algodón del sur y a las incipientes industrias textiles del norte. Lejos de la imagen de los ingleses como abanderados del libre comercio, lo cierto es que solo defendían esta libertad cuando se trataba de los territorios del resto. Gran Bretaña ejercía sobre sus territorios ultramarinos un férreo control comercial, de modo que en 1699 prohibió la producción de textiles y, en 1750, la de metales en Norteamérica. Como señala Elvira Roca Barea en «Imperiofobia y Leyenda Negra» (Siruela), únicamente los navíos ingleses (ni escoceses ni irlandeses) podían atracar en los puertos americanos.

Para garantizar este control, la llamada Ley de los Cuarteles determinó que en las colonias inglesas hubiera un ejército permanente de 100.000 hombres pagado por los colonos, en contraste con los 50.000 que tenía España para defender un territorio veinte veces más grande y mucho más poblado. De forma previsible, la asfixia económica de un territorio que habían creado en origen un grupo de «puritanos» (baptistas, congregacionistas, cuáqueros, menonitas, luteranos…), que huyeron de la persecución religiosa en Inglaterra a principios del siglo XVII, derivó en aires de rebelión gracias a las ideas ilustradas que danzaban por ambos lados del charco.

La escenificación de la ruptura fue arrojar las cajas de té de la Compañía de las Indias Orientales al mar, muestra de que los colonos se negaban a seguir pagando tantos impuestos y a ser una mera colonia comercial. A la represión británica, los colonos respondieron convocando el Congreso de Filadelfia, que sentó las bases para el futuro estado independiente y para crear un ejército que George Washington dirigió contra las tropas enviadas por Londres. En junio de 1776, Virginia tomó la iniciativa y, un mes después, el Congreso declaró la independencia de las colonias. Thomas Jefferson redactó una Constitución con clara vocación ilustrada. Así nacieron los Estados Unidos de América, al menos en el plano de la teoría. Faltaba confirmarlo en los campos de batalla.

Los franceses, que acababan de perder sus colonias a manos inglesas, no dudaron en apoyar a los rebeldes, a pesar de que aquel hermanamiento abrió un peligroso flujo revolucionario en el país de cuna de los Borbones. Los españoles, en cambio, se dividieron entre los partidarios de debilitar a Inglaterra y los que preferían no sentar malos precedentes en este continente. John Jay, primer presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos, contactó con Madrid, mientras el Conde de Aranda abría conversaciones en París y el comerciante Juan Miralles hacía lo propio en La Habana. Grimaldi, primero, y luego Floridablanca adoptaron una posición precavida ante esta petición de ayuda que, sin embargo, tornó en 1777 a un compromiso en firme, pero secreto, para intervenir en varios frentes.

Floridablanca se negó a reunirse personalmente con el enviado norteamericano, Arthur Lee, pues temía que ello significaría un reconocimiento oficial de la independencia de estas colonias. La discreción y la ambigüedad de los españoles enmascaraban las dudas que seguía habiendo en la corte sobre cuánto debían mancharse las manos en una causa así.

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La entrada de Gálvez en la guerra
Incluso tras la importante victoria rebelde de Saratoga, Floridablanca siguió abogando por una mediación entre Londres y los rebeldes. Pesaba en su desconfianza hacia el conflicto el miedo a un contagio a Hispanoamérica, así como la creencia de que una rebelión de esas características alteraba «los sagrados derechos de todos los soberanos en sus respectivos territorios».

El fracaso de la mediación ofertada empujó al ministro de Carlos III a entrar, sin otra opción, con todo en el conflicto. El 12 de abril de 1779, Carlos suscribió en secreto la Convención de Aranjuez e inició las operaciones militares con Inglaterra. El centro de la ofensiva española estuvo en el Golfo de México. En 1779, el gobernador español de Luisiana, Bernardo de Gálvez, realizó varias incursiones por la orilla izquierda del río Misisipi destruyendo las fortificaciones británicas que controlaban la desembocadura, conectando con los colonos y estableciendo, a la española, pactos con los indios de la zona.

Gálvez aportó su vasta experiencia en la zona, grandes recursos materiales y 7.000 hombres (fuerza reseñable si se tiene en cuenta que no fue un conflicto con ejércitos de envergadura), de los cuales 1.500 eran indígenas, la mayor parte semínolas hispanizados, y todos bien adiestrados. En paralelo al avance por el Misisipi, el general Cagigal tomó en un rápido golpe de mano la Isla de Nueva Providencia, un enclave fundamental para los ingleses en las Bahamas.

En 1781, el propio Gálvez puso sitio a la plaza de Pensacola y recuperó el dominio completo de La Florida. Esta acción, a su vez, sirvió de distracción para los ingleses cuando se produjo la decisiva batalla de Yorktown, lo que supuso el fin militar de la Guerra de Independencia en América.

La guerra también estuvo presente en el Viejo Continente, con el enésimo intento por revertir lo acordado en el Tratado Utrecht medio siglo antes y con una intentona franco-española de desembarcar en la Isla de Wight. Al final, Gibraltar siguió en manos británicas y la nueva «Armada Invencible» fracasó, pero, por lo demás, la guerra que dio lugar a la Independencia de las Trece Colonias concluyó en el resto de frentes con un éxito sin igual para Carlos III.

La impresionante campaña de Don Bernardo de Gálvez en Florida situó al Imperio español en una posición ventajosa que Aranda se encargó de certificar vía diplomática. Por lo firmado en septiembre de 1783, España recuperó Menorca, conquistada previamente en un rápido golpe de mano, la costa de América Central y Florida.

Dos imperios para un solo continente
España alcanzó con esta victoria su máxima expresión territorial y sirvió a Carlos III para desquitarse por lo ocurrido en la Guerra de los Siete años. Sin embargo, como relata el historiador Roberto Fernández en su libro «Carlos III: Un monarca reformista» (Espasa, 2016), las tres consecuencias negativas del conflicto, la letra pequeña, es que el país quedó con las arcas públicas vacías, la revolución resultó un espejo en el que mirarse las minorías criollas en el futuro y, ante todo, contribuyó al nacimiento de una nación peligrosa para los intereses del Imperio español.
Con la independencia se pudieron desarrollar plenamente las Trece Colonias, de manera que, si en 1775 tenían 2,5 millones de habitantes, en 1817 habían pasado a 8,5 millones. La expansión hacia el oeste y el sur, controlados por España, resultó más pronto que tarde una parada obligada para EE.UU.

Tras la firma de la Paz de Versalles, España aún tardaría mucho en reconocer la nueva soberanía de los EE.UU, cuyo nacimiento tanto había alimentado. En el futuro inmediato, los enfrentados intereses comerciales y territoriales de ambos países impidieron una buena vecindad entre EE.UU. y España. La libre circulación por el Misisipi y la salida de los estadounidenses al golfo de México y al Caribe fueron los principales motivos de choque, pues los barcos de la nación de George Washington aspiraban a lucrarse mediante el contrabando en estos mares. Las relaciones no se normalizaron algo hasta el reinado de Carlos IV, mediante el Tratado de San Lorenzo de 1795.

El afán expansionista de EE.UU. y su vocación republicana eran incompatibles con la existencia de un gigantesco imperio europeo y monárquico enclavado en aquel continente. Así quedó claro, en 1848, cuando tras una guerra desigual entre México y EE.UU. el primero tuvo que ceder la mitad de su territorio, esto es, la mitad de Nueva España, al segundo por medio del Tratado de Guadalupe Hidalgo. Como bien avisó la Doctrina Monroe: «América para los americanos». Pero, más bien, para los americanos más blancos y más al norte.
César Cervera @C_Cervera_M

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Así profanaron la tumba del Cid Campeador las tropas francesas de Napoleón: huesos dispersos por el mundo10.01.2021.-

Las tropas napoleónicas arrasaron con cualquier objeto valioso del templo, entre ellos los restos del Cid y su familia. Solo cuando el general Thiebault, conocedor del personaje, quiso congraciarse con el pueblo de Burgos se pudieron recuperar algunos de los restos.

En lo más alto de su poder, el 10 de julio de 1099, cinco días antes de la toma de Jerusalén por los cruzados, falleció Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid, a causa de muerte natural. Cuando dos años después los almorávides conquistaron Valencia, Doña Jimena se llevó consigo los restos mortales de su marido, que fueron depositados en en el atrio del Monasterio de San Pedro de Cardeña, un templo levantado en el siglo IX, a diez kilómetros de Burgos, que en la actualidad es morada de una comunidad de hermanos trapenses pertenecientes a la orden Benedictina.

Doña Jimena eligió el Monasterio de San Pedro de Cardeña como tumba para su marido, y para ella, porque, según la leyenda, fue allí donde el héroe castellano dejó a su esposa e hijas allí tras ser desterrado en 1081 por Alfonso VI. Años después, Alfonso X El Sabio honraría su memoria construyendo en la capilla mayor un gran sepulcro labrado con las palabras: «Aquí yace enterrado el Grande Rodrigo Díaz, guerrero invicto, y de más fama que Marte en los triunfos». Los restos del Cid fueron embalsamados y el Rey mostró todo su reconocimiento público.

En el siglo XV, unas obras en el cenobio forzaron un nuevo traslado a la entrada de la sacristía para ser colocada la tumba sobre cuatro leones de piedra. Pero no terminó ahí el periplo de los huesos del Cid... En el año 1541, la tumba fue relegada al lateral de la abadía, hasta que el condestable Pedro Fernández de Velasco reclamó al Emperador Carlos V que los monjes volvieran a dejar al héroe en su localización original. En 1736, los restos fueron llevados a una capilla de nueva creación, la de San Sisebuto.


La profanación del héroe
El monasterio, donde 200 monjes habían sido martirizados durante la conquista musulmana, se convirtió gracias a la historia que rezuman sus paredes en un lugar de peregrinaje para los castellanos. Isabel la Católica, Felipe II y Felipe III no dudaron en presentar sus respetos al Campeador. Pudo ser así hasta la Guerra de Independencia, donde el expolio cultural francés también se extendió al monasterio burgalés.

Las tropas napoleónicas arrasaron con cualquier objeto valioso del templo, entre ellos los restos del Cid y su familia. Solo cuando el general Thiebault, conocedor del personaje, quiso congraciarse con el pueblo de Burgos se pudieron recuperar algunos de los restos. El 19 de abril de 1809 se celebró un acto lleno de pompa y de solemnidad para sepultar al Cid en un mausoleo que, para la ocasión, se levantó en el Paseo del Espolón. A la marcha de los franceses, los monjes solicitaron al Ayuntamiento de Burgos que los restos fueran devueltos al Monasterio de San Pedro de Cardeña, pero no obtuvieron una respuesta positiva hasta 1826.

Las desamortizaciones que sufrieron las propiedades eclesiásticas durante buena parte del siglo volvieron a dejar lo que quedaba del Cid a expensas de profanadores, de modo que fueron resguardados en la capilla de la Casa Consistorial de Burgos. Desde 1921 reposan junto con los de su esposa Doña Jimena en el crucero de la Catedral de Burgos, como bien explica Leyre Barriocanal y Ana Fernández «Los Huesos del Cid y Jimena: expolios y destierros», editado por la Diputación de Burgos en 2013 .

La profanación francesa y el abandono dieron como resultado que los restos óseos se dispersaran por Francia y la República Checa, así como el disparate de que con todos los huesos que se dicen hoy procedentes de Don Rodrigo se podrían montar tres o cuatro hombres. Pero, ¿para qué querían los franceses los restos de un héroe castellano de la Edad Media? Lo cierto es que durante los siglos XVI y XVII la influencia cultural de la España imperial extendió la lengua castellana y la forma de vestir «a la española» a muchas cortes europeas que querían imitar a la potencia hegemónica. La historia del Campeador se popularizó en aquellos siglos en Francia tanto con la lectura del «Cantar del Mío Cid» como, sobre todo, tras el estreno de la obra de teatro «Le Cid», de Pierre Corneille, en 1636.

Españoles por el mundo
Al calor de su popularidad a ambos lados del Pirineos, el conde de Salm-Dick y el barón de Delammardelle se apropiaron de gran parte de los restos mortales durante la invasión napoleónica. El primero terminó por regalárselos al príncipe alemán Carlos Antonio de Hohenzollern, pasando a formar parte del museo particular de su castillo de Sigmaringen, en el sureste de Alemania. El gobierno español consiguió que esos restos regresaran a España a finales del XIX. No obstante, el resto se perdió por distintas ubicaciones, entre ellas Brionnais, en la Borgoña francesa, y el palacio checo de Lazne Kynzvart.
El egiptólogo, dibujante y coleccionista francés Vivant Denon hizo acopio de muchos de estos huesos. Es más, el francés se arrogó la devolución de una parte del cráneo del Cid al monasterio burgalés en el invierno de 1808-1809 en medio de grandes escenificaciones, pero, en secreto, se guardó para su colección particular unas cuantas piezas. En 1825, a la muerte de Denon, se subastó un reliquiario que atesoraba huesos del Cid y de Jimena, de Molière y La Fontaine, y de los eternos amantes Abelardo y Eloísa. Aparte de un trozo de la camisa ensangrentada de Napoleón y del bigote del rey Enrique IV de Francia. Denon guardaba incluso la mitad de un diente del divino Voltaire

Como recuerdo de que el Cid es tanto un personaje histórico como uno literario, en la sede de la Real Academia Española de la Lengua se conserva también un fragmento del cráneo desde 1968 a raíz de la pasión de uno de sus miembros por el Campeador. Con motivo del 99 cumpleaños de Ramón Menéndez Pidal, una comisión de académicos acudió a su domicilio a homenajearlo y llevarle como presente un hueso del cráneo del héroe. Según recogen las actas de la RAE, el casi centenario filólogo observó el fragmento de cráneo «con conmovedor silencio» y que después lo besó «devotamente». El mismísimo Camilo José Cela hizo las gestiones para hacerse con la reliquia con su anterior propietaria, la condesa Thora Darnel-Hamilton, quien a su vez lo había heredado de su abuelo.
César Cervera

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