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Alfonso XIII: el hijo póstumo de un rey, que se dio al desenfreno con numerosas amantes y que dilapidó su fortuna al quedarse "en paro".
17.05.2022.-

El 17 de mayo de 1902, hace hoy justo 120 años, Alfonso XIII, bisabuelo del Rey Felipe, cumplía 16 años, su mayoría de edad, y ese mismo día asumió de facto la Corona jurando la Constitución en el Congreso de los Diputados. Fue rey desde su nacimiento, caso sin precedentes en nuestra historia, pues cuando murió de tuberculosis con 27 años su padre Alfonso XII, su esposa, la reina María Cristina, estaba embarazada de tres meses, siendo por tanto hijo póstumo.

Algo que dio lugar a una regencia de 17 años en la que María Cristina, que se había casado con Alfonso XII tras enviudar este de su adorada prima Mercedes, ostentó la monarquía parlamentaria bajo la supervisión de los líderes de los dos partidos que se turnaban en el poder: los conservadores de Cánovas y los liberales de Sagasta.

Nacida archiduquesa de Austria, María Cristina era una mujer austera, rígida, y extremadamente religiosa, tanto que la apodaban "doña Virtudes". Aunque ejerció la regencia con acierto y escrupulosa neutralidad, para ella fue una liberación traspasarle el trono a su hijo, centrándose a partir de entonces en su religión y sus obras de caridad. "Quiero dar a mi madre testimonio de mi entrañable afecto... disponiendo que durante toda su vida conserve el rango y los honores de reina consorte", decía el primer decreto firmado por el rey.

Alfonso XIII era un hombre listo aunque no demasiado culto, políglota, pues hablaba ingles, francés y alemán, simpático y muy campechano. Integraba en su carácter una curiosa mezcla de hedonismo frivolón plasmado en su afición por la caza, los caballos y los automóviles, con un amor desmedido por España, a la que intentó modernizar y equiparar a las potencias europeas. Como ejemplo, la construcción del hotel Ritz de Madrid, establecimiento de lujo que solo existía en París y Londres, fue una apuesta personal suya.
Educado en la prestigiosa escuela militar británica de Sandhurst, recibió formación de rey-soldado, pero su admiración por la milicia unida a su afán por intervenir en política sería su perdición, plasmada en los nombres de dos militares: Primo de Rivera, que con el apoyo del monarca ejerció la dictadura de 1923 a 1930, cosa que los liberales jamás perdonaron, y Francisco Franco.
Este último, tras sus éxitos en la guerra con Marruecos, se había convertido en el niño mimado de Alfonso XIII que le concedió la medalla militar, le nombró director de la flamante academia de Zaragoza y hasta fue padrino de su boda con Carmen Polo, representado por el alcalde de Oviedo. "Elegí a Franco cuando no era nadie, él me ha traicionado y engañado a cada paso", reconocería posteriormente con amargura tras asumir que tras ganar la Guerra Civil, jamás le devolvería el trono.

Otra de sus grandes frustraciones fue el fracaso de su matrimonio con Victoria Eugenia de Battenberg, celebrado el 31 de mayo de 1906. Nieta de la reina Victoria de Inglaterra, era una imponente rubia de ojos claros y costumbres modernas, pues fumaba y bebía copas, que conquistó a primera vista al monarca durante un baile en el palacio de Buckingham. Se casaron muy enamorados, pero los problemas de salud de sus hijos por la hemofilia que Ena, como la apodaban, trasmitía en sus genes, enfriaron la pasión del rey, que se dio al desenfreno con numerosas amantes, entre ellas la actriz Carmen Moragas. Murieron de dicho mal dos de sus cuatro hijos varones, Alfonso y Gonzalo, quedando sordomudo otro de ellos, Jaime. El único sano fue Juan, el tercero de ellos, padre del Rey Juan Carlos, y las chicas, Beatriz y Cristina, pues la hemofilia no afectaba a las mujeres.

La proclamación la de II República en 1931 tras unas elecciones municipales que se presentaron interesadamente como plebiscito entre monarquía y república, decidieron al rey a abandonar España e instalarse inicialmente en París "para no lanzar a un compatriota contra otro en fratricida guerra civil" cosa que pese a todo sucedería. Aunque no tuvo protagonismo en el golpe militar de Franco, su corazón estaba con el bando sublevado, al que incluso donó un millón de pesetas, creyendo ingenuamente que Franco le devolvería el trono al acabar la contienda, cosa que no ocurrió.

Sin Corona ni esperanzas de recuperarla y separado de Victoria Eugenia desde 1933, en que ella se marchó con su familia a Londres y luego se estableció en Lausana, su vida carecía de sentido: "Soy un rey en paro", bromeaba con amargura. Se dedicó a viajar, dilapidando su gran fortuna en los más lujosos hoteles y restaurantes de Europa, Oriente Medio y La India, hasta que se afincó definitivamente en Roma. El 28 de febrero de 1941, tras ceder sus derechos a su hijo Juan, falleció con 55 años de una angina de pecho en el exclusivo hotel Le Grand de la ciudad eterna, en cuya suite real residía. Sus últimas palabras fueron "Dios mío, España", su gran obsesión, ya que según Churchill, Alfonso XIII nunca acabó de asimilar "sentirse violentamente rechazado por la nación de la que estaba tan orgulloso".
CONSUELO FONT

Brotes:
«Los españoles luchaban como diablos»: el secreto que revolucionó la guerra mundial durante cinco siglos.09.05.2024.-

El cambio introducido por Gonzalo Fernández de Córdoba en su Ejército le dio a España el poderío militar en el mundo y transformó la forma de combatir hasta la llegada de las armas de destrucción masiva en el siglo XX.

Para ver el alcance de la transformación radical sufrida por el Ejército español durante la gestación de España como país y en los primeros pasos del Imperio, podemos leer una de las crónicas antiguas que contaron lo ocurrido en la batalla de Nördlingen, en la colina alemana de Albuch, el 5 de septiembre de 1634. Se enfrentaban 21.000 soldados hispano-imperiales –entre los que destacaban los Tercios españoles de Flandes, Sicilia y Sagunto– contra 18.000 germano-suecos dentro de la Guerra de los Treinta Años.

«Estuvieron seis horas enteras sin perder pie, acometidos dieciséis veces, con una furia y un tesón increíbles; tanto, que los alemanes decían que los españoles peleaban no como hombres, sino como diablos», aseguraba la crónica. A parecer, en medio de las cargas despiadadas de los regimientos protestantes suecos, el mariscal de campo Martín de Idiáquez dio la orden a los 1.800 hombres de su tercio –todos vestidos con sus colores vivos, su lazo rojo en el brazo, su chambergo de plumas blancas y sus picas, mosquetes, arcabuces, ballestas y espadas–, de que no retrocedan bajo ninguna circunstancia.

Los españoles tenían que hacer el esfuerzo para no venirse abajo al observar las ingentes cantidades de sangre que veían bajo sus piés, debían resistir como fuera, tal y como ocurrió. Tras dos días de duros combates, el Ejército protestante se derrumbó, al igual que había ocurrido otras muchas veces con los todopoderosos tercios españoles entre 1534 y finales del siglo XVII. Había pasado un siglo y medio desde su formación, toda Europa era consciente de que aquellas eran todavía las mejores unidades militares del mundo.

Los cambios introducidos en el Ejército por Gonzalo Fernández de Córdoba, que pasó a la historia como el Gran Capitán, a finales del siglo XV no solo le dieron a España el poderío militar todo el mundo durante un siglo y medio, sino que revolucionaron la forma de combatir en Europa y el resto del planeta hasta la llegada de las armas de destrucción masiva a comienzos del siglo XX. De hecho, tres siglos después de su desaparición, los tercios de infantería española todavía se comparan con las temidas legiones romanas o las falanges macedónicas creadas por Filipo II y usadas por su hijo Alejandro Magno.

El interés por los tercios.
La pasión que despiertan los tercios es tan grande que, en los últimos años, se ha renovado el interés por la peripecia que demostraron a la hora de controlar el viejo continente una guerra tras otra. Las hazañas de sus soldados llenan en la actualidad todo tipo de conferencias y recreaciones a cielo abierto, generan millones de comentarios en las redes sociales, inspiran nuevos libros y hasta empujan a los aficionados a abrir librerías especializadas. Y podemos decir, sin lugar a dudas, que el culpable es el Gran Capitán, noble y militar castellano nacido en Montilla (Córdoba) en 1453.

Hablamos del considerado aún hoy como uno de los mejores soldados de la historia de España. Los expertos se refieren a él con títulos tan significativos como «el primer general moderno», «el padre de la guerra de trincheras» o «el Wellington español». Un comandante excelente, un innovador perspicaz que inspiró la creación de los mencionados tercios con sus coronelías, unas unidades de maniobra más pequeñas, pero más eficaces que las que tenían dimensiones más grandes y combatían bajo un mando unificado. Este fue el verdadero secreto que revolucionó la guerra como nunca antes durante los cinco siglos siguientes.

Dentro de este hito hay otros pequeños hitos, como que Fernández de Córdoba fue el primer general que ideó un sistema para explotar con éxito las armas de pólvora en un ejército de finales de la Edad Media. Pero lo importantes fueron estas coronelías, cada una de las cuales estaba formada por un número variable de soldados de infantería que se agrupaban bajo las órdenes de un coronel. Este actuaba de mando intermedio entre los capitanes de las compañías y el capitán general del ejército.

Un largo camino.
Fernández de Córdoba, sin embargo, no creó esta organización de la noche a la mañana, sino en el transcurso de una serie de batallas de la Guerra de Granada (1482-1492), de la Primera guerra italiana (1494-1498) y, especialmente, de la Guerra de Nápoles (1501-1504), con aquel épico enfrentamiento en Ceriñola que ya contamos en ABC Historia. Fue en estas primeras aventuras militares, bajo la supervisión de Alonso de Cárdenas, el gran maestre de la Orden de Santiago, donde aprendió el oficio y se erigió como uno de sus guerreros más notables, siempre en primera línea del frente.

Nuestro protagonista comenzaba a experimentar con una nueva formación militar en la que mezclaba artillería e infantería con una caballería mucho menor que la usada durante la Edad Media. Su éxito fue tal que, cuando conquistó Granada en 1492, fue nombrado uno de los negociadores de las condiciones de la rendición. Como recompensa a sus servicios, los Reyes Católicos le concedieron tierras y le pusieron al frente del Ejército que fue enviado en ayuda del Reino de Sicilia, cuando Carlos VIII comenzó a invadir Italia dos años después.
Su elección causó recelos entre los generales más experimentados, ya que no le veían capaz de enfrentarse al Rey francés con una expedición relativamente pequeña como la suya, formada por 5.000 soldados de infantería y 600 de caballería ligera. Sin embargo, fue una batalla en campo abierto de la que aprendió que era mejor combinar el sitio de las ciudades con una cobertura de caballería ligera móvil. A partir de ese momento explotó esa nueva táctica con ingenio, apoyado por la superioridad naval que le ofrecía la Liga Santa formada por los Reyes Católicos para mermar el poder de los galos en la costa.

Éxito y recelos.
El resultado fue tan exitoso que, en dos años, ocupó Nápoles y todo el sur de Italia. En su última operación expulsó a los franceses de Ostia, el puerto de Roma, a petición del Papa Alejandro VI, el cual le otorgó también importantes condecoraciones como la Rosa de Oro y el Estoque Bendito. A raíz de ello, pudo regresar a España como un héroe. Sin embargo, en casa se encontró con los primeros reproches y ataques de Fernando de Aragón, pues el Rey no era partidario de la transformación que este estaba llevando a cabo.

Fernández de Córdoba llegó a esa convicción cuando percibió que sobraban ballesteros y faltaban arcabuceros, de manera que incrementó estos últimos para lograr mayor contundencia y sorpresa. Por otro lado, la infantería fue dotada de espadas cortas, rodelas y jabalinas para poder infiltrarse entre las compactas formaciones del enemigo. Fue entonces cuando decidió organizar la tropa en compañías mandadas por un capitán, formadas a su vez por varias unidades nuevas, las coronelías, con aproximadamente 6.000 hombres cada una, que podían combatir en todos los terrenos, soportar grandes marchas y, sobre todo, realizar trabajos de todo tipo, como atrincheramientos y fortificaciones. Entendió, en definitiva, que las guerras modernas debían librarse trabajando en equipo.

Aunque el Gran Capitán había caído en desgracia, todo cambió cuando los turcos atacaron la costa Dálmata. El Papa Alejandro VII, el dogo de Venecia y el Rey de Francia formaron una nueva Liga para expulsarlos y, curiosamente, le ofrecieron el mando a los Reyes Católicos, pero con una condición: Gonzalo Fernández de Cordoba debía dirigir las tropas. Tras las primeras victorias se reconcilió con su monarca, pero donde cambió realmente la historia y se ganó su apodo fue en la batalla de Ceriñola, donde puso en marcha un nuevo tipo de lucha dirigida casi como un asedio, con una trinchera como foco del combate y un bastión de apoyo para cañones y mosquetes del ejército.

La batalla apenas duró una hora y fue una auténtica paliza. La táctica fue perfecta y reflejó la importancia que, desde ese momento, tendrían la fortificación y la elección del terreno. «El Gran Capitán demostró también que la victorias se lograrían con la infantería. Al utilizar compañías formadas por soldados distribuidos en tercios, es decir, en tres partes: arcabuceros, rodeleros —soldados con armadura muy ligera armados de espada y rodela, el típico escudo circular de origen musulmán— y piqueros. Se adelantó cuatro siglos a Napoleón, huyendo de la guerra frontal y utilizando las tácticas envolventes y las marchas forzadas de infantería», explica Juan Granados, autor de la novela histórica 'El Gran Capitán' (Ed. Edhasa). Israel Viana

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