Magnífico artículo de GONZALO UGIDOS publicado en el Mundo.23/11/2014
Los mares no han conocido marino tan intrépido. Ni el Sandokán de Salgari, ni el Lord Jim de Conrad ni el capitán Jack Aubrey de Master and Commander, de Patrick O'Brian, resisten la comparación con las hazañas del marino Blas de Lezo y Olavarrieta. Había nacido para luchar como otros nacen para escaquearse, era un guerrero nato y su vida, desde el principio al fin, fue una batalla.
Nacido en Pasajes, Guipúzcoa, era sólo un niño de 12 años cuando embarcó por primera vez en un buque de guerra. A los 25 se había ganado una reputación de coloso y el alias de Mediohombre porque ya era cojo, tuerto y manco. Aquella piltrafa de cuerpo era el estuche de un alma blindada. Puede ser héroe lo mismo el que triunfa que el que sucumbe, pero Lezo triunfó porque jamás abandonó el combate y porque era listo como un ajo. Al cumplirse 275 años de su oscura muerte tropical en el olvido, el pasaitarra ha llegado en bronce a Madrid, por petición popular. Le sobran méritos como le sobraron arrestos.
Esta semana, los nazionanistas catalanes han querido bajarlo del pedestal, tumbar su estatua. Porque el marino, con los 40 cañones de la nave Campanella, participó en el segundo sitio de Barcelona. En 1714. Allí perdió su brazo derecho.
Blas de Lezo recibió su bautismo de fuego a los 15 años, en 1704, en la batalla de Vélez-Málaga, el mayor y último combate naval de la guerra de Sucesión entre austracistas y borbónicos. Mientras se aseguraba de que su artillería no parara de vomitar fuego, una bala de cañón mutiló su pierna izquierda y se la tuvieron que amputar sin anestesia. Ni un aullido salió de su boca. Siguió en su puesto y desde entonces lo llamaron Anka motz, "patapalo" en euskera.
Su bravura fue premiada con el ascenso a alférez de bajel de alto bordo y, como estaba hecho de una pasta especial, no tardó en volver a las andadas -y a las andanadas- y, un par de años después, en el sitio del castillo de Santa Catalina de Tolón, una esquirla de cañón le alcanzó el ojo izquierdo, que explotó como un globo. Toda grandeza es inconsciente, o no es grandeza, por eso continuó patrullando el Mediterráneo, apresando barcos ingleses y realizando valientes maniobras con una temeridad de héroe. La contemplación era un lujo para Lezo; la acción, una necesidad.
Después de la muerte sin descendencia del último Habsburgo español, estalló la Guerra de Sucesión, que se convirtió en una guerra civil entre borbónicos y austracistas, cuyos últimos rescoldos no se extinguieron hasta 1714 con la capitulación de Barcelona.
A Blas de Lezo le tocó luchar en el bando borbónico, requerido en 1706 por sus superiores, se le ordenó abastecer a los sitiados de Barcelona al mando de una pequeña flotilla. Listo como él solo, dejaba flotando y ardiendo paja húmeda y en la humareda camuflaba sus navíos. Así escapaba una y otra vez del cerco inglés, que trataba evitar el aprovisionamiento.
Volvió a coronarse de gloria en Rochefort, donde rindió una decena de barcos enemigos, el menor de 20 piezas. Su machada más heroica fue el combate con el Stanhope, que lo triplicaba en fuerzas. Tras un cañoneo mutuo, las maniobras dejaron al barco enemigo a distancia de abordaje, Lezo ordenó lanzar los garfios y la marinería buscó el cuerpo a cuerpo hasta que el enemigo pidió árnica y sacó bandera blanca. Ni era la primera vez ni sería la última que el vasco, con tripulaciones muy inferiores en número, lograba apresar naves con mucha mayor dotación y porte.
El 11 de septiembre de 1714, en el segundo sitio de Barcelona, mientras al mando del Campanella bombardeaba la ciudad, una bala de mosquete le alcanzó en el brazo derecho y completó el desgarbo glorioso de su figura demediada. Muchos años después, cuando reescribieron la Historia a la medida de su delirio, los nacionalistas catalanes incluyeron al vasco en la lista negra de botiflers, de borbónicos ominosos.
LA MOCIÓN DE LAPORTA
Para los nacionalistas la historia es una destilación del resentimiento y la fábula, por eso el Ayuntamiento de Barcelona ha tenido el cuajo de pedir a Madrid que retire la estatua que lo homenajea, como si todos los catalanes hubieran estado del mismo lado, como si en el conjunto de aquella España escindida no hubiera habido también castellanos, valencianos y aragoneses opuestos al régimen borbónico. Como si su lealtad a un rey extranjero valiera menos que la de una parte de los catalanes a otro rey igualmente extranjero. Como si toda la trayectoria heroica de Blas de Lezo se redujera a aquel capítulo de su vida.
[La moción para pedir la retirada de la estatua -inaugurada el sábado 15 de noviembre por el rey Juan Carlos I- fue presentada por Unitat per Barcelona, formada por Joan Laporta y el concejal de ERC Jordi Portabella. Se aprobó con los votos a favor los 14 concejales de CiU y los 5 de ICV. Votaron en contra los 9 del PP ( y se abstuvieron los 11 del PSC ) se abstuvieron. El jueves, el candidato socialista a la alcaldía de Madrid, Antonio Miguel Carmona tildaba la petición de "exhibición de incultura" y "provicianismo"].
La corona de la verdadera nobleza es una corona de espinas y la suya fue tener que tomar partido en una guerra civil. Nada nos levanta por encima de las mezquindades de la vida como admirar lo admirable. Lo fue la biografía del pasaitarra, una novela de aventuras, de combates navales, naufragios, abordajes y azarosos desembarcos. Luchó con éxito contra todo lo que el deber le puso por delante: contra los genoveses, los holandeses, los ingleses y los berberiscos. También contra los piratas.
En 1723, al mando de la escuadra de los Mares del Sur, le encargaron la misión de limpiar de corsarios y filibusteros las costas del Pacífico. No sólo lo dejó como una patena, sino que tuvo tiempo de enamorarse en Lima de Josefa Pacheco de Bustos, volvió a España convertido en general de marina recién casado. Enviado a Génova para reclamar dos millones de pesos que la Real Hacienda tenía depositados en la ciudad, recibió a una delegación del Senado, le dio la vuelta a un reloj de arena y dijo a los plenipotenciarios genoveses que si cuando cayese el último grano no estaba embarcada la pastizara, bombardearía la ciudad. Regresó a España con las bodegas llenas de oro.
Nuestro Simbad ya se tenía la estatua bien ganada; pero regaló a la Historia su mejor página cuando, a los 52 años, nombrado comandante general del apostadero naval de Cartagena de Indias, estalló entre España e Inglaterra la guerra llamada de "la oreja de Jenkins". El conflicto había empezado en las costas de Florida cuando Juan León Fandiño, un capitán de guardacostas, interceptó un barco al mando del Robert Jenkins y antes de liberarlo le hizo cortar una oreja con este recado: «Ve y dile a tu rey que le haré lo mismo si a lo mismo se atreve».
El primer ministro Walpole, en desagravio e impulsado por su opinión publica y por la avidez de los comerciantes de la City, declaró la guerra a España. La expedición británica la comandaba el almirante sir Edward Vernon y tenía el propósito de arrebatar las posesiones españolas tomando Cartagena de Indias, "a llave de América". Era una flota descomunal de 186 buques con una tripulación de 15.000 hombres. Además, podía desplegar en tierra 9.000 soldados regulares, una potente artillería de asedio, 4.000 milicianos del contingente norteamericano al mando de Lawrence Washington, hermano del futuro libertador estadounidense, y 2.000 negros macheteros de Jamaica: un total de más de 30.000 hombres y 2.600 piezas de artillería.
Frente a esa fuerza colosal, Blas de Lezo sólo podía oponer seis barcos y 2.800 hombres. Pero de esa terrible asimetría emergió el talento y el arrojo del marino de Pasajes, que resistió dos meses el cañoneo y, en abril de 1741, puso a la flota inglesa en desbandada. Tras arrojar 6.000 bombas y 18.000 balas de cañón y perder seis navíos y 9.000 hombres, los ingleses se retiraron y Vernon salió por jarcias y con el rabo entre las piernas. Otros son maestros en justificar sus derrotas; Lezo, en convertir en oficio el logro de lo improbable.
Pero los ingleses, que crearon como nadie su propia historia, también inventaron la de los demás. Llegaron a Londres noticias de que habían tomado Cartagena y se acuñaron medallas conmemorativas de la victoria que nunca existió y que mostraban, ante un arrogante Vernon, la silueta de Lezo humillado y arrodillado, cosa del todo imposible porque la pata de palo le habría impedido tal pose. Eso y que no era un tipo de los que se doblegan.
A Vernon le levantaron un monumento en la Abadía de Westminster, panteón de los héroes británicos, donde todavía hoy, en un brillante ejercicio de neolengua, puede leerse que "en Cartagena conquistó la victoria hasta el punto en que la fuerza naval puede llegar". O sea, que no conquistó nada. El Mediohombre Blas de Lezo había evitado la pérdida del imperio español en América. De no haber sido por él, Hispanoamérica sería Angloamérica y se hablaría inglés.
Españoles e ingleses anduvimos siglos a la greña porque estábamos de acuerdo en algo: los dos queríamos América. La conservamos de milagro o, más exactamente, por las agallas de un hombre solo, de este vasco insumergible que en el agua tenía los reflejos de un delfín y en tierra se movía con la torpeza de un tullido, porque fue dejando en cada batalla un pedazo de su cuerpo a cambio de unas migajas de gloria.
Pero no le salió gratis aquella última victoria porque quedó malherido. El 7 de septiembre de 1741, a las ocho de la mañana, en un jergón de un hospital de Cartagena de Indias, el marino más intrépido que vieron los siete mares y todos los siglos abandonó este mundo en medio de la peste y de la amnesia general. El maltrecho cuerpo del lobo de mar, que había capturado más de 60 buques de todos los pabellones y había evitado la pérdida de un Imperio, fue enterrado en algún lugar ignoto y sin honores.
La estatua de Edward Vernon saluda a los caminantes en la Abadía de Westminster, de Blas de Lezo sólo se acordaban en Colombia, donde lo consideran héroe propio. Los nacionalistas catalanes lo siguen considerando un botifler. Es lo que tiene la ignorancia.